Votar en tiempos de Twitter

Mucho se ha hablado en las últimas semanas de la forma de gobernar (no caben entre estos dos paréntesis todos los signos de exclamación e interrogación que serían pertinentes) de Donald Trump a golpe de tuit. Sin embargo, su uso de las redes sociales debería ser lo menos sorprendente de su desempeño, ya que fue su principal herramienta de comunicación durante toda la campaña. Lo realmente curioso es que en las propias RRSS, a través de una corriente mayoritaria de opinión que incluía a analistas políticos, se transmitió la idea de que Trump tenía escasas posibilidades de ganar y los republicanos le estaban poniendo la victoria en bandeja a Hillary Clinton. Ante esto, cabe preguntarse qué ocurrió para que el resultado de las elecciones fuese el opuesto a lo esperado. Hemos leído y escuchado diferentes respuestas a esta pregunta desde el ya lejano 8-N cuando se produjo la victoria electoral del magnate.

Para explicarlo, la mayor parte de los análisis coinciden, tal vez sea útil recordar otros dos fenómenos electorales que se dieron el año pasado y que también pueden considerarse como inesperados: el Brexit y el rechazo al acuerdo de paz en Colombia. Los tres casos tienen en común el debate masivo que se produjo en redes sociales a escala mundial en las fechas previas a que los votantes se pronunciaran; una participación mucho más alta en internet que en las urnas. En el caso de Colombia, por ejemplo, tras meses de discusiones en Twitter, solamente un 37% de la población salió a la calle a votar. En Europa, donde los enfrentamientos políticos de todo tipo son uno de los contenidos habituales en las redes, la participación electoral ha bajado en las últimas elecciones de países como Inglaterra, Italia y Alemania.

A la vista de estos datos, podrían buscarse justificaciones como el desapego hacia la política, la nula esperanza de poder cambiar las cosas, la falta de interés… pero son conceptos que no casan bien con la participación creciente en los medios sociales. Lo que sucede realmente es que el debate se ha trasladado a estos medios, pero no como un complemento, sino como un sustituto del voto. La superficialidad en los análisis (estamos más atentos al exabrupto de Trump para poder ser los primeros en hacer la broma retuiteable que a las leyes que promueve) y la búsqueda de la reafirmación personal a través del rebaño digital, hacen que el individuo se sienta “saciado” como ciudadano sin llegar a ir votar. Nos hemos creído eso de que hoy en día tenemos más influencia que nunca, cuando lo único que tenemos son unas nuevas vías de desahogo en las que no se diferencia el contenido del chascarrillo y en las que la prisa, la demagogia y los intereses disfrazados de opinión conducen al falso debate y a la banalización de la información (o a la tan manida posverdad). Por decirlo de otra forma, estamos más interesados en hacer visible nuestra ideología a través de Twitter que en intentar extrapolarla a la vida pública y al buen gobierno.

Al fin y al cabo, el voto es secreto, nadie puede darle un like a nuestra decisión y ¿qué gracia tiene ir al colegio electoral si ni siquiera podemos hacernos un selfie metiendo la papeleta en la urna?

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